miércoles, 7 de marzo de 2012

Lo que los Oscar se llevaron y lo que dejaron


Pasan los años y pasan los Oscar. Los datos resultantes de la ceremonia número 84 engrosan ya los archivos referentes a estos premios tras el simbólico colofón a un año de cine 2011 pródigo, uno más, en altibajos: proyectos interesantes frente a otros vacíos, promesas y consolidaciones, desengaños y decepciones, reflexión y entretenimiento.

La gala del pasado 26 de febrero, última albergada por el Kodak Theatre a la espera de nueva sede a decidir en los próximos meses, resultó de una corrección casi ofensiva y deparó pocos momentos para el recuerdo. Los Oscar llevan varios años siendo una gala-trámite. Han perdido su esencia, ya no representan un espectáculo en sí mismos.

Como pudimos comprobar una vez más, el presentador tiene menos peso como conductor del evento; no se realizan performances, los actores que introducen los nominados van más directos al grano (arranques supuestamente espontáneos como el de Emma Stone antes del premio a efectos especiales se agradecen) y los vídeos-homenaje al cine que aportaban un punto de nostalgia a través de alardes de montaje cada vez resultan más repetitivos y lastran el conjunto.

Recuerdo cuando, hace años, uno se sentaba a ver la ceremonia sin saber por dónde le iban a salir, y al menos dos o tres grandes momentos se quedaban en el recuerdo. Las galas se hacían cortas. Eran una pura celebración del cine a la altura de los premios que se repartían. Ahora esto no se cuida ni parece tener importancia. Lo dicho, todo es trámite.

En 2008 con Hugh Jackman al frente se remontó un poco el vuelo, sacando mucho partido de la puesta en escena y con destacadas coreografías (al modo de un musical de Broadway). Un concepto que gustaría más o menos, pero que aportaba algo, una idea. Por desgracia, la tónica general durante la última década ha sido tremendamente gris.

Billy Crystal volvió a ser el maestro de ceremonias, su novena ocasión. Este actor ha sido, sin duda, el mejor encargado de llevar la batuta del show de todos los que yo he visto. Pero su fórmula parece ya agotada. Los habituales gags (colarse en las películas, cantar sobre las nominadas, adivinar los pensamientos de los asistentes...) suenan ya un poco fuera de lugar por falta de inspiración propia y de los guionistas de la gala.

La presencia de Crystal se celebró por los buenos recuerdos que nos ha dejado en tantas ocasiones más que por lo que puede aportar en la actualidad. Siendo razonables, parece que le ha llegado el momento de colgar los guantes. El tema es que, a simple vista, no suenan sustitutos de calidad disponibles. Al final se acabará designando a alguien entre prisas e improvisación a falta de garantías sólidas.


No hubo grandes sorpresas en el reparto de premios. El triunfo con 5 galardones para The artist y su máximo responsable, Michel Hazanavicius, supone un reconocimiento previsible pero agradable para buena parte del público al que esta película ha sorprendido gratamente.

Personalmente, no me molesta su victoria. Quizá no estemos ante un filme magistral, pero sí ante un proyecto valiente y un buen homenaje al cine. Es positivo que de vez en cuando se vuelva a la esencia del séptimo arte, y si el hecho de que la gente haya ido al cine a ver un filme mudo en blanco y negro ha contribuido a despertar su curiosidad por acercarse a los clásicos del género, habrá sido una excelente noticia. Aunque, me temo, tiene más pinta de tratarse de una moda pasajera.

Lo paradójico es que esta película haya sido premiada a diferencia de la mayoría de modelos en los que se inspira. Cantando bajo la lluvia no recibió ni un solo Oscar. El original de Ha nacido una estrella y sus distintas versiones pasaron sin pena ni gloria. Douglas Fairbanks, Chaplin o Keaton (que sirvieron de modelo al oscarizado Dujardin) jamás alzaron un premio de interpretación. Y sólo ha habido una película muda en la historia de estas galardones que venciera en la categoría principal. Fue Alas, de William A. Wellman, triunfadora en la primera edición.

No nos engañemos. Existe una realidad: los Oscar no pueden inventar nada. Se limitan a premiar lo más destacado de cada año, así que no son más que el reflejo y consecuencia de lo que las pantallas nos ofrecen a lo largo de 365 días.

Pero, en base a este argumento, sí que sería deseable alguna nota rompedora, algún riesgo en la configuración de las nominaciones. Pienso ahora mismo en una película como Shame, de Steve McQueen, actualmente en las salas españolas. ¿Por qué no ha sido reconocida? ¿Acaso por tratar asuntos incómodos: la soledad, la frustración, la incomunicación, la desangelada existencia del ciudadano medio en el siglo XXI? ¿Por centrarse en la vida de un adicto al sexo?

No puedo creer que una interpretación como la de su protagonista, Michael Fassbender, no sea elogiada y reivindicada por cualquier espectador del filme. ¿Qué más tiene que hacer alguien para ganarse el reconocimiento de un premio? La honestidad, entrega y gama de emociones que despliega el actor para hacer más próximo y humano a su personaje enfermo están más allá del elogio.

En la gala correspondiente a 2005, cuatro de las nominadas a mejor película eran Crash, Brokeback Mountain, Capote y Buenas noches, y buena suerte. La quinta era Munich que, a pesar de contar con un director 100% Hollywood y un gran estudio detrás, trataba un asunto espinoso y no de los de habitual consumo rápido. Temas como el crimen, el racismo, la homosexualidad, el abuso político y el terrorismo tuvieron una simbólica cabida en el escaparate más glamouroso del celuloide.

Aquella selección de títulos fue un ejemplo de otro tipo de cine con derecho a figurar no sólo por su calidad (que variará según los casos) sino, principalmente, por su riesgo. Pero tengo la sensación de que la mayoría de votantes no podrían consentir que ciertas películas figuraran negro sobre blanco como las grandes triunfadoras de todo un año de cine. Hay mucho de prefabricado y prejuicioso detrás de los Oscar.

Sobre el reparto de premios al que asistimos, y como excepción a lo previsto, sí que llamó la atención el triunfo de Millennium en la categoría de mejor montaje (segundo Oscar consecutivo para Kirk Baxter y Angus Wall, colaboradores de David Fincher) y, aunque en menor medida, el Oscar para Meryl Streep.


Éste fue el acontecimiento más aclamado de la noche, la celebración de la tercera estatuilla para esta actriz inconmensurable después de una espera casi obscena de 30 años. La dimensión del hecho en cuestión se basa en que, aparte de ser ya la intérprete más nominada de la historia (17 candidaturas), Streep ha igualado a Ingrid Bergman y está a sólo un premio de la intocable Katharine Hepburn.

La proeza, que tanto se había hecho esperar, vino acompañada de un emocionante discurso de la actriz, prueba palpable de una humildad nada impostada. Dedicó unas palabras a colaboradores que la habían acompañado en su travesía cinematográfica. Proclamó su cariño hacia los asistentes (compañeros de reparto en tantas ocasiones). Se mostró comprensiva ante la posibilidad de no volver a alzar un Oscar en lo que dure su carrera… Su mérito personal y la dimensión de su hazaña quedaron así en un segundo plano. En definitiva, humildad: el rasgo que convierte a los grandes en más grandes.

Pocas noticias más nos depararon los galardones. Importante reconocimiento a la calidad técnica de La invención de Hugo (cinco de ellos), pese a que uno (fotografía) sonó a robo hacia El árbol de la vida; Christopher Plummer, el actor más veterano en ganar hasta hoy; Nader y Simin, primer filme iraní que triunfa como película extranjera; y sin suerte para Chico y Rita y Alberto Iglesias. Todo esto precedido de la habitual frivolidad en la alfombra roja.

Esto son los Oscar. Para bien o para mal, ahí estaremos el año que viene para contarlo de nuevo.

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