lunes, 30 de diciembre de 2013

Top Ten: Lo mejor de 2013

Después de un gran año de cine, incluso mejor que el pasado 2012, éste es mi top 10 particular de lo mejor entre las películas estrenadas en España a unas horas vista del final de 2013:


1. Amour, de Michael Haneke.
2. Searching for Sugar Man, de Malik Bendjelloul.
3. De tal padre, tal hijo, de Hirokazu Kore-eda.
4. 12 años de esclavitud, de Steve McQueen.
5. Prisioneros, de Denis Villeneuve.
6. La herida, de Fernando Franco.
7. Todas las mujeres, de Mariano Barroso.
8. Stockholm, de Rodrigo Sorogoyen.
9. Rush, de Ron Howard.
10. Blue Valentine, de Derek Cianfrance.

La lista incluye tres películas españolas arriesgadas en sus propuestas y muy logradas; la agradable sorpresa que deja el último trabajo de Ron Howard pese a su vocación puramente comercial; el poderío del cine documental actual representado con la película-fenómeno de la temporada en España, Searching for Sugar Man; la confirmación del talento humanista del japonés Kore-eda (del que ya hablamos en Fuera de Campo) y la, por fin, lograda empatía con una de las retorcidas criaturas del austriaco Michael Haneke, que tras Funny Games, Caché y La cinta blanca firma, en mi opinión, su obra cumbre.

Estos meses también dejan buenas películas que, aún reconociendo su calidad, supusieron pequeñas decepciones por todo lo que arrastraban. Las expectativas no se cumplieron al cien por cien con Gravity, de Alfonso Cuarón; Lincoln, de Steven Spielberg, o Mud, de Jeff Nichols.

Pese a que todos realizan apuntes interesantes, este redactor no comparte el fervor crítico ante filmes como La noche más oscura, de Kathryn Bigelow; The master, de Paul Thomas Anderson; Django desencadenado, de Quentin Tarantino; El lado bueno de las cosas, de David O. RussellAntes del anochecer, de Richard Linklater; Capitán Phillips, de Paul Greengrass; Caníbal, de Manuel Martín Cuenca; Le-Weekend, de Roger Michell, o Blue Jasmine, de Woody Allen.

Y directamente me llevé las manos a la cabeza con estos bodrios que hicieron aflorar la vergüenza ajena: Mama, de Andrés Muschietti, penosa muestra del peor cine de terror que triunfó en taquilla; Combustión, cine comercial español de querer y no poder; El hombre de acero (Man of steel), patente muestra del desgaste del subgénero de superhéroes, y Dolor y dinero, trabajo ante el que algunos se atrevieron a señalar que Michael Bay también podía hacer cine serio y de calidad.

Una vez hecho balance, al que no he podido sumar aclamados títulos como la danesa La caza (de Thomas Vinterberg), la francesa La vida de Adèle (de Abdellatif Kechiche) o las italianas La mejor oferta (de Giuseppe Tornatore) y La gran belleza (de Paolo Sorrentino) por tenerlos aún pendientes, ésta es la crítica que rinde personal tributo a la cinta más lograda de 2013, que aunque fue producida previamente nos llegó en un año que ya expira:

AMOUR, el final del viaje

La crudeza de Michael Haneke, que obliga al espectador a implicarse en esta historia con su tempo pausado y sus planos fijos, está más justificada que nunca en un relato agradeciblemente insólito.

Qué difícil resulta amar el cine de Michael Haneke, ese autor austriaco especialista en conducir al espectador hasta la realidad más franca y realista, llena de recovecos inquietantes y desoladores. Pocos saben retratar, desde perspectivas y ámbitos tan diversos, el lado oscuro del ser humano, su mal presuntamente endémico, la culpa o la violencia que deriva de sus actos.

Haneke es único al poner de manifiesto los apetitos más bajos de la persona en su plasmación más cruda y directa. Sin embargo, en su último trabajo deja traslucir un resquicio para la esperanza.

El cine, como todo arte, sirve para aportar luz en medio de la oscuridad diaria. Las películas de puro entretenimiento nos llevan, muchas veces, a pasar por alto realidades que existen, pero que se antojan ajenas. Este creador, con un mundo propio necesario y bien ganado con los años, gusta de llamar nuestra atención hacia ese universo consciente o inconscientemente obviado.

Ninguna persona con sensibilidad podrá evitar sentir su ánimo trastocado y sus emociones a flor de piel después de asistir al visionado de Amour, su obra más reciente. El filme nos presenta al Michael Haneke más humano, el director y guionista de Funny games o La cinta blanca que, seguramente atendiendo a las inquietudes de la edad e introduciendo cariño y compasión de forma palpable por primera vez en su obra cinematográfica, apunta al consuelo al que agarrarse en mitad de la desolación, un asidero que ayude a sobrellevar el paso por la vida.

Las filigranas narrativas y los golpes de efecto desaparecen en Amour dando paso a un relato lineal a partir de un gran flashback que sigue a la irrupción violenta de un grupo de hombres en un lujoso piso parisino. De un modo intencionadamente abrupto nos colamos en un entorno aparentemente plácido, pero que ha sido alterado por el destino.



Mirar de frente

Una pareja de ancianos de clase alta, Georges y Anne, profesores de música, viven una reposada vida de jubilados. La enfermedad de Anne llega de pronto y trastoca su día a día. Los problemas van a más, hasta que el esposo asume que su mujer precisa una atención total.

El espectador asiste a los avatares de un matrimonio y, simultáneamente, a una tragedia individual. Por un lado, la de una mujer escéptica en su drama particular (magnífica Emmanuelle Riva en su personificación del dolor físico) y, por otro, un esposo cada vez más entregado (el excelente Jean-Louis Trintignant, que encarna el dolor emocional y se posiciona como motor de la narración, un actor al que Haneke llevaba tiempo queriendo utilizar como alma de uno de sus proyectos).

Lo mejor de este duro filme es que sabemos que todo lo que se nos cuenta es auténtico. No hay ambages ni moralina. Ocurre cada día, y nadie está libre de salvación. Ni siquiera un acaudalado matrimonio cuyo retiro debería ser el principio de un vida despreocupada. La crudeza de Haneke, que obliga al espectador a implicarse con su tempo pausado y sus planos fijos, está más justificada que nunca en este relato agradeciblemente insólito, el tortuoso viaje por la vejez y la enfermedad.

Con la certeza de lo real e inevitable, Haneke nos gana para la causa y logra que el espectador mantenga en todo momento su mirada posada en sus dos personajes principales, en un proceso que los lleva desde su sorpresa inicial, pasando por sueños siniestros, la melancolía, el desamparo derivado de la falta de implicación de los que les rodean y pequeños brotes de esperanza hasta la devastadora impotencia.

El director no renuncia además al simbolismo a través de las idas y venidas de una paloma, que marca el destino de los personajes, acertada alegoría de una tragedia compartida. Si bien poco dolor puede ser comparable al sufrido por la persona amada, es precisamente una trayectoria vivida y compartida la que nos da la fuerza para afrontar las más terribles pruebas.

La cinta remueve emocionalmente al espectador, consciente de haber asistido a una película que no lo es tanto. Sin embargo, Amour, con certeza una de las más admirables obras paridas por esta mente inquieta pero serena, abre en la filmografía de Haneke un pequeño hueco por el que respirar a través de unos personajes enternecedoramente humanos.

Todo ello a la espera de que el realizador se proponga propinar el siguiente mazazo.

martes, 10 de diciembre de 2013

Kore-eda, de Japón al mundo


Hirokazu Kore-eda se ha convertido, por derecho propio, en el realizador japonés más relevante de la actualidad. Con su debut, Maborosi (1995), ya se alzó con el León de Plata de Venecia en su primera exhibición en certámenes internacionales, y gracias a After life (1999), su siguiente filme, se hizo con el Premio Fipresci en San Sebastián.

Su idilio con el Festival de Cannes comenzó en 2001 con Distance. Desde entonces, el realizador ha sido presencia habitual, casi constante, en la sección a concurso de la cita de la Costa Azul, escaparate cinematográfico de primera línea que ha contribuido a distribuir y popularizar su filmografía.

La mayor repercusión en el tramo inicial de su carrera la logró en 2004 con Nadie sabe. La historia de un chico que debe cuidar a sus tres hermanos ante la desaparición de su madre dejó Cannes con el galardón a mejor actor para Yûya Yagira y con la sensación, casi unánime, de que se le escamoteó la Palma de Oro en un año controvertido y agitado políticamente, desatado por completo el conflicto de la Guerra de Irak. Quizá estas circunstancias influyeran para que el jurado, presidido por Quentin Tarantino, coronara a Michael Moore y su Fahrenheit 9/11 como triunfadores.

Con Still walking (2007), Kore-eda volvió a evidenciar el estilo próximo y profundamente humano que ha contribuido a universalizar su cine. A través de la historia de una familia desde una premisa a la inversa de Cuentos de Tokio de Ozu, maestro del cine intimista con el que es fácil asemejar esta obra y la figura del propio director y guionista, Kore-eda empleó un tono fluido, cálido y aparentemente simple para construir un retrato que reflejara a la sacrosanta institución en toda su complejidad. El regusto que este trabajo deja es amargo, menos esperanzador que en otros posteriores.

Padres e hijos


La familia vuelve a ser la base de la narración en De tal padre, tal hijo, que ha llegado a finales de este año y se ha colado irremisiblemente entre las mejores películas de 2013. El drama que puede suponer para dos familias enterarse después de seis años de que sus hijos fueron intercambiados al nacer está tratado de forma creíble y sentida, huyendo de sentimentalismos recurrentes y próximos al telefilme cuando la historia se prestaba a ello.


El punto de vista narrativo parte, principalmente, de la figura de uno de los padres, de buena posición social pero absorbido por su trabajo de arquitecto y que mantiene a su hijo, al que dispensa de muy poco tiempo, bajo una estricta educación. Su drama, el de un hombre que ve cómo su programada vida se desmorona por un asunto personal, contrasta con la manera más natural en que la otra familia encaja la noticia en su seno, más humilde, unido y con otros dos niños a su cuidado.

El dilema moral queda establecido entre la sangre y el afecto. También se expone el contraste que supone empezar el cuidado de un nuevo niño desde dos puntos de vista opuestos, dos modelos educacionales diferentes y cohabitables. Desde el prólogo hasta la conclusión, la historia está conducida de manera firme y matizada bajo la sugerencia de una idea derivada de tan embarazosa situación: nunca se puede dejar de aprender. Hay que adaptarse a las circunstancias según vengan, pues estas se presentan de forma impredecible y a través de personas inesperadas. La necesidad de no bajar nunca la guardia y estar abierto a las lecciones vitales. Cannes 2013 despidió este filme con el Gran Premio del Jurado, la distinción de mayor rango recibida hasta ahora por Kore-eda en el festival.

Pocos días más tarde acudí a un pase especial en la Academia de Cine de Kiseki (Milagro), filmada en 2008 y programada como homenaje al cineasta aprovechando su presencia en Madrid para la promoción de De tal padre, tal hijo. Antes de la proyección, Kore-eda presentó la película como un tributo a su hija, a la que deseaba que se sintiera identificada con las andanzas de los niños protagonistas. Esta cuadrilla formada por amigos del colegio guarda un propósito: pedir un deseo en un punto estratégico de Japón, en el cruce de las trayectorias de dos trenes de alta velocidad.

Pese a su ritmo irregular y un metraje algo alargado, habitual en un director acostumbrado a llevar sus filmes más allá de las dos horas, Kiseki ofrece momentos entrañables que nacen de la pureza e inocencia de la infancia y la complicidad que supone para un espectador ya curtido el contemplar cómo el ininterrumpible transitar hacia la edad adulta va haciendo presencia en los personajes infantiles. La apuesta de Kore-eda resulta finalmente ganadora con su desenlace. El impacto emocional llega de forma natural, sin estridencias, quedando la firma sobre la pantalla de un cineasta plenamente humano proveniente de una sociedad tradicionalmente reticente a mostrar sus sentimientos.