martes, 10 de diciembre de 2013

Kore-eda, de Japón al mundo


Hirokazu Kore-eda se ha convertido, por derecho propio, en el realizador japonés más relevante de la actualidad. Con su debut, Maborosi (1995), ya se alzó con el León de Plata de Venecia en su primera exhibición en certámenes internacionales, y gracias a After life (1999), su siguiente filme, se hizo con el Premio Fipresci en San Sebastián.

Su idilio con el Festival de Cannes comenzó en 2001 con Distance. Desde entonces, el realizador ha sido presencia habitual, casi constante, en la sección a concurso de la cita de la Costa Azul, escaparate cinematográfico de primera línea que ha contribuido a distribuir y popularizar su filmografía.

La mayor repercusión en el tramo inicial de su carrera la logró en 2004 con Nadie sabe. La historia de un chico que debe cuidar a sus tres hermanos ante la desaparición de su madre dejó Cannes con el galardón a mejor actor para Yûya Yagira y con la sensación, casi unánime, de que se le escamoteó la Palma de Oro en un año controvertido y agitado políticamente, desatado por completo el conflicto de la Guerra de Irak. Quizá estas circunstancias influyeran para que el jurado, presidido por Quentin Tarantino, coronara a Michael Moore y su Fahrenheit 9/11 como triunfadores.

Con Still walking (2007), Kore-eda volvió a evidenciar el estilo próximo y profundamente humano que ha contribuido a universalizar su cine. A través de la historia de una familia desde una premisa a la inversa de Cuentos de Tokio de Ozu, maestro del cine intimista con el que es fácil asemejar esta obra y la figura del propio director y guionista, Kore-eda empleó un tono fluido, cálido y aparentemente simple para construir un retrato que reflejara a la sacrosanta institución en toda su complejidad. El regusto que este trabajo deja es amargo, menos esperanzador que en otros posteriores.

Padres e hijos


La familia vuelve a ser la base de la narración en De tal padre, tal hijo, que ha llegado a finales de este año y se ha colado irremisiblemente entre las mejores películas de 2013. El drama que puede suponer para dos familias enterarse después de seis años de que sus hijos fueron intercambiados al nacer está tratado de forma creíble y sentida, huyendo de sentimentalismos recurrentes y próximos al telefilme cuando la historia se prestaba a ello.


El punto de vista narrativo parte, principalmente, de la figura de uno de los padres, de buena posición social pero absorbido por su trabajo de arquitecto y que mantiene a su hijo, al que dispensa de muy poco tiempo, bajo una estricta educación. Su drama, el de un hombre que ve cómo su programada vida se desmorona por un asunto personal, contrasta con la manera más natural en que la otra familia encaja la noticia en su seno, más humilde, unido y con otros dos niños a su cuidado.

El dilema moral queda establecido entre la sangre y el afecto. También se expone el contraste que supone empezar el cuidado de un nuevo niño desde dos puntos de vista opuestos, dos modelos educacionales diferentes y cohabitables. Desde el prólogo hasta la conclusión, la historia está conducida de manera firme y matizada bajo la sugerencia de una idea derivada de tan embarazosa situación: nunca se puede dejar de aprender. Hay que adaptarse a las circunstancias según vengan, pues estas se presentan de forma impredecible y a través de personas inesperadas. La necesidad de no bajar nunca la guardia y estar abierto a las lecciones vitales. Cannes 2013 despidió este filme con el Gran Premio del Jurado, la distinción de mayor rango recibida hasta ahora por Kore-eda en el festival.

Pocos días más tarde acudí a un pase especial en la Academia de Cine de Kiseki (Milagro), filmada en 2008 y programada como homenaje al cineasta aprovechando su presencia en Madrid para la promoción de De tal padre, tal hijo. Antes de la proyección, Kore-eda presentó la película como un tributo a su hija, a la que deseaba que se sintiera identificada con las andanzas de los niños protagonistas. Esta cuadrilla formada por amigos del colegio guarda un propósito: pedir un deseo en un punto estratégico de Japón, en el cruce de las trayectorias de dos trenes de alta velocidad.

Pese a su ritmo irregular y un metraje algo alargado, habitual en un director acostumbrado a llevar sus filmes más allá de las dos horas, Kiseki ofrece momentos entrañables que nacen de la pureza e inocencia de la infancia y la complicidad que supone para un espectador ya curtido el contemplar cómo el ininterrumpible transitar hacia la edad adulta va haciendo presencia en los personajes infantiles. La apuesta de Kore-eda resulta finalmente ganadora con su desenlace. El impacto emocional llega de forma natural, sin estridencias, quedando la firma sobre la pantalla de un cineasta plenamente humano proveniente de una sociedad tradicionalmente reticente a mostrar sus sentimientos.

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