domingo, 13 de febrero de 2011

El Día G


Hoy es la gran fiesta del cine español. La etiqueta que, con los años, ha quedado adosada a la solapa de la Ceremonia de los Goya ha vuelto a relucir en los días previos a la que será la vigésimoquinta edición de entrega de estos galardones cinematográficos.

No soy capaz de asegurar si el año 2010 ha sido bueno o malo para la cinematografía de acá. En cuanto a cifras recaudatorias, lo podemos tildar de mediocre, y si nos centramos en la calidad de lo estrenado, no tengo bases para argumentar a favor o en contra. Sólo he visto dos de las cuatro películas más nominadas (Enterrado y Balada triste de trompeta, las otras son Pan negro y También la lluvia).

Aunque veré el acto de entrega, porque estas galas y yo vamos de la mano, siempre me he tomado un poco a chota estos premios, una pobre imitación de los Oscar cuya creación tardó mucho además en producirse (1987).

Uno tampoco acaba de entender qué tiene que ver nuestro maestro de la pintura con unos premios de cine. Supongo que se trataba de afianzar una identidad propia, apelando a nuestras raíces artísticas y dando lustre a unos premios ante los que la opinión pública ha mostrado desde siempre un interés mediano.

Desde mi punto de vista, el gran problema de los Goya es que siempre se han visto influidos por aspectos ajenos al puro cine. No se habla de películas y cineastas, sino que la ceremonia ha prevalecido como escenario de reivindicaciones políticas, culturales o económicas, según las circunstancias y los intereses.

La propia familia del cine patrio no respeta el que debería ser su día grande. No les ha temblado el pulso a la hora de desviar la atención en pos de otros asuntos, los que han llamado la atención de los miembros de más peso en el gremio, a los que les ha importado poco que la imagen de la estatuilla cabezona pudiera quedar mancillada.

Este año ha vuelto a suceder. Pese a que el ya ex presidente de la Academia de Cine Español, Álex de la Iglesia, estaba cuidando al detalle esta gala, añadiéndole un componente más llamativo en cuanto a su puesta en escena (de nuevo, influencias hollywoodienses), la ceremonia ha quedado marcada por el anuncio precipitado de su dimisión al oponerse a la Ley Sinde antidescargas.

El realizador vasco ha medido mal los tiempos para anunciar su marcha, con lo que ha conseguido condicionar el espectáculo que con tanto mimo estaba diseñando. Un componente ajeno volverá a marcar por completo la fiesta de una industria que arrastra otros problemas preocupantes que amenazan su presente y futuro.

También se ha dado el hecho cuestionable de que De la Iglesia haya logrado el mayor número de candidaturas para su película cuando aún ostentaba el máximo cargo de la institución que impulsa y organiza los Goya. Más susceptibilidades se han visto tocadas.

Si nos centramos en el cine puro y duro, debo decir que me llevé una gran sorpresa, por lo negativo, con Balada triste de trompeta. Las críticas tan favorables, y sus dos premios en Venecia (servidos por el peculiar Tarantino), me hicieron pensar en que De la Iglesia lo había bordado con esta historia, pese a partir de un argumento que podía caer en mil excesos.

Efectivamente, hay excesos en su película. Pero los problemas graves son otros. Parte de una metáfora muy pretenciosa (personificar las dos Españas a través de la figura de dos payasos de distinto carácter). La historia avanza a trompicones, no hay desarrollo narrativo más allá de estampas de hechos históricos (tan del gusto de la audiencia en los tiempos donde triunfa Cuéntame) y se sirve de personajes excesivos, interpretados histriónicamente, secundarios anodinos (todo el grupo de circenses), golpes de efecto violentos y gratuitos y de un humor burdo y facilón (typical spanish).

Ésta es la película más representada en las candidaturas, y yo siento que me he perdido algo, o que nos hemos vuelto todos locos. Sin embargo, creo que éste es el debate que debe imperar: valorar una película, recompensarla o no en la medida que los votantes lo estimen oportuno y olvidarnos de temas ajenos que nos distraigan de la celebración.

La competición en esta edición ha llegado muy igualada hasta su recta final, y no queda claro quién se alzará como ganador de los dos galardones más codiciados (película y director). Éste es uno de los pocos aspectos positivos que veo en los Goya: suele extenderse un amplio abanico para las sorpresas (como ocurrió con La vida secreta de las palabras y La soledad), aunque en términos globales siempre han terminado primando en el palmarés los productos comerciales frente a los de más alta estima artística.

La sombra de los Oscar sigue siendo alargada, y si se pretende dar a los Goya un carácter propio y ajeno a Hollywood, debería cumplirse una premisa tan básica como ésa: que el gran cine se vea recompensado. ¿Para qué pedir justicia para otros temas si en una simple gala de premios no somos capaces de ejercerla?

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