Para Carlos Boyero, los grandes actores, al menos sus preferidos, son los que logran expresar mucho con poco. Con esa afirmación estaba aludiendo a los de siempre: Bogart, Mitchum, Gary Cooper... Aquellos despojados de Stanislavski. Los que, por dones innatos, eran capaces de llenar la pantalla con su sola presencia.
Creo firmemente que Ford pertenecía a aquella categoría. Y sólo necesito recurrir a los dos filmes en cuestión para probarlo. Se puede apreciar en momentos como cuando sale en defensa de los Amish, su familia adoptiva, para ajustar cuentas con un grupo de alborotadores pese a que supone romper con las estrictas costumbres de la comunidad en la película de Peter Weir; o el encanto que despliega en su baile con Kelly McGillis; o su facilidad para empatizar con el personaje de Lukas Hass, el niño testigo del crimen.
Tres años después en Frenético, pasa del policía duro a interpretar a un ciudadano de a pie angustiado por la misteriosa desaparación de su esposa en una ciudad y un país que le son ajenos. Su inseguridad, su miedo y su ira interna están tan magistralmente esbozados que nos hace completamente creíble la construcción del personaje y su evolución, y nos regala momentos de gran emoción contenida, como la llamada desde el hotel a sus hijos en la que les oculta la verdad.
La economía de gestos, esa sobriedad y eficacia que Ford desplegaba ante la cámara están al alcance de muy pocos, así como sus dotes para conectar con el gran público y su carisma para cargar con el peso de toda una película sobre sus hombros.
Decía Jack Nicholson, refiriéndose a Harrison Ford, que un actor capaz de lograr esa conexión con la audiencia tiene que ser bueno de verdad, que en eso no hay vuelta de hoja. Y es cierto. Un cualquiera no sería elegido para encarnar a Han Solo, Rick Deckard, Henry Jones Jr., John Book, Richard Kimble o tantos otros sin ser un intérprete solvente, más allá de un reclamo para la taquilla.
El hecho de pertenecer al grupo de los elegidos, el modelo de tantos valores, hacía pues muy difícil imaginarle como el villano de la función. Y de hecho nunca lo fue (salvo aquellos escasos minutos de conjuro en Indiana Jones y el templo maldito). Luego lo sería con más peso en la inane Lo que la verdad esconde, un ejemplo constatable de su otoño actoral.
¿A cuento de qué comenzó la cuesta abajo? Sencillamente, hubo un momento en que Ford perdió el criterio. Se acomodó. El cine dejó de ser para él un arte al que honrar y contribuir y pasó a ser un medio para vivir bien. No quiso volver a asumir ningún personaje que entreñara riesgos, que le alejara de los terrenos cómodos y ya conocidos para él. Entre otros, se negó a interpretar el papel que luego encarnó Michael Douglas en Traffic, por poner un ejemplo.
La crisis creativa global del séptimo arte afecta a todos, pero en verdad entristece ver a figuras de gran calibre arrastróndose por la pantalla. Algunos actores han sabido reducir sus proyectos y apostar por trabajos más espaciados, pero elegidos con mayor discernimiento. No es el caso de Ford.
Por otro lado, y a nivel personal, el héroe íntegro dejó a su mujer, la guionista de E.T. Melissa Mathison, y a sus tres hijos para liarse con la también actriz Calista Flockhart. Sus percepciones, definitivamente, estaban cambiando.
Sé que sigue haciendo de películas de mayor o menor aceptación entre el público, pero su último gran trabajo para un gran título fue en El fugitivo. Hablamos del año 1993.
Después de aquello, regresó al papel de Jack Ryan en la segunda parte de Juego de patriotas, una decisión más o menos entendible, pero carente de cualquier riesgo; y siguió años posteriores con filmes insustanciales como el fallido remake de Sabrina a las órdenes de Sydney Pollack (donde no hizo olvidar a Bogart); thrillers muy irregulares como La sombra del diablo (de Alan J. Pakula, que le había dirigido en Presunto inocente), la patriotera Air Force One o Firewall; la ligera Seis días y siete noches; la melodramática Caprichos del destino; el refrito de terror ya aludido de Lo que la verdad esconde, o comedias complacientes como Hollywood: departamento de homicidios y Morning glory.
Pero es Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal el filme que mejor ejemplifica lo que estamos hablando. La resurrección del querido personaje vino a ser una maniobra vacía de fondo con una historia que repetía esquemas hasta llegar a rozar la parodia. Un Harrison envejecido y entrado en carnes no supo retomar el dinamismo y la vis cómica de antaño, dando como resultado un relato sin capacidad de enganche, infantilizado y fantasioso en las fronteras del ridículo.
Las frustraciones añorantes del pasado comunes a Ford, Spielberg y Lucas, quienes no pasaban por su mejor momento, se juntaron de nuevo para llevarse dinero fácil al bolsillo entregando muy poco a cambio. A ninguno pareció importarles traicionar el recuerdo de una trilogía ejemplar.
Para volver a disfrutar del saber hacer del viejo Harrison Ford (en este caso, el joven), habrá que acudir a sus trabajos antiguos. Personalmente, no espero el resurgimiento de la estrella después de que hayan pasado casi 20 años de devaneos y trabajos meramente alimenticios.
Aun así, su influencia en el cine contemporánea es grande, y goza de muchos pupilos. Si hay alguien que me recuerda a él en el panorama cinematográfico actual ese es Matt Damon, un actor al que no se le adivinan demasiados recursos dramáticos, pero que se beneficia de su imagen y sabe hacer de la eficacia su bandera.
Y no sólo eso: al igual que el Harrison joven, Matt tiene visión para los grandes proyectos, historias con posibilidades más allá de la pura comercialidad, y con nombres importantes detrás de la cámara. Ford estuvo a las órdenes de Coppola, Aldrich, Spielberg, Scott, Weir, Polanski o Nichols. Damon, hasta ahora, de Coppola, Spielberg, Soderbergh, Scorsese, Eastwood o los Coen.
El que empezó siendo carpintero de rodajes hasta que fue catapultado al éxito por George Lucas tiene pendiente el estreno de Cowboys & Aliens, título que no augura grandes cosas y cuyo argumento se inspira en un famoso cómic, y se especula que volverá a agarrar el látigo para la quinta parte de la saga del arqueólogo venido a menos.
Resulta difícil decirle esto al icono de tu infancia. Pero, señor Ford, ¿para cuándo una tardía retirada a tiempo?
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