sábado, 3 de diciembre de 2011

Russell Crowe: El león dormido

A principios del año 98 me puse de acuerdo con uno de mis primos mayores para hacer una visita al cine. No solíamos hacer planes juntos, y aquella era una buena manera de romper el hielo. Sería la primera y la última vez, hasta ahora, en que acudiéramos juntos a una sala. Pero la experiencia iba a ser inolvidable.

Mientras él apostaba por la última película de Oliver Stone, Giro al infierno, yo le sugerí probar con un policiaco del que había leído buenas críticas. Y me hizo caso. Se titulaba L.A. Confidential.

Salí de aquel extinto cine sito en la calle Goya de Madrid alucinado con lo que acababa de ver. Estábamos ante un filme que elevaba al añorado cine negro a una de sus indiscutibles cumbres, en mi opinión varios escalones por encima de algunos célebres noirs sobrevalorados que revisados hoy día han perdido claramente la partida del paso del tiempo.

Me sentí abrumado por la complejidad argumental de la película que, por otro lado, quedaba expuesta en pantalla con una admirable claridad narrativa. Aplaudí los giros bien medidos de la trama, el excelente trabajo de puesta en escena, su ejemplar ritmo nunca decadente. El paso de los años y las sucesivas revisiones me han hecho reafirmarme en todas aquellas impresiones y L.A. Confidential es hoy una de mis cintas de cabecera y mi favorita de todas las que se produjeron en los E.E.U.U. durante los 90 de largo.

No puedes amar esta película sin que te maraville su magistral reparto. En la mayoría de mis secuencias preferidas interviene el mismo actor, Russell Crowe. Aquel día, aún era un desconocido para el gran público y el núcleo duro del establishment hollywoodiense. Yo sólo le recordaba por su papel secundario en aquel western burdo de Sam Raimi concebido a la mayor honra (o deshonra) de Sharon Stone.

No me quedó otra que augurar a aquel tipo duro un brillante futuro en la meca del cine.


(El director Curtis Hanson explica cómo contactó con Crowe y la prueba de cámara que le realizó).

El personaje de Bud White es un policía violento, con más juicio e inteligencia de la aparente, que vive ajeno a la corrupción que inunda a sus compañeros y que está tocado por un serio trauma familiar del pasado. Una base muy atractiva para cualquier actor, y este intérprete neozelandés, australiano de adopción, le supo imprimir una gran veracidad mostrando las múltiples aristas de White: honestidad debajo de su violenta fachada, fragilidad encubierta, capacidad de resolución en los momentos claves. Una credibilidad, en definitiva, digna de elogio.

Crowe empezó de niño trabajando en series y películas australianas poco reseñables. Ahora había conseguido captar la atención de personas importantes dentro del negocio americano, y una de ellas era Michael Mann. El realizador, consciente de su potencial interpretativo, le puso en un brete: dar vida a Jeffrey Wigand, un científico despedido de su trabajo en una tabacalera que desató un escándalo de salud pública en un programa de televisión. Para medirle Mann le colocó frente a frente, ni más ni menos, que con Al Pacino.



Si hubiera que definir en una palabra su trabajo en contraste con su filme anterior esa sería camaleónico. De alguien todo fuerza y decisión pasó a interpretar a un hombre dubitativo y paranoico que vive una situación límite. Envejeciendo casi 20 años y engordando otros tantos kilos al estilo de los más afamados actores del Método, Crowe resolvió una empresa plena de dificultidad con profundidad, contención y un despliegue de matices al alcance de muy pocos dando pie a la mejor performance de su carrera. De nuevo toda su versatilidad al servicio del mejor cine.

Con aquel proyecto, Russell Crowe no sólo ratificó su valor interpretativo, sino que dejó entrever una apuesta decidida, en apariencia, por los proyectos de calidad, aquellos que necesariamente implican riesgo y exigencia. Estaba dando los pasos adecuados, y todos entendimos que aceptara el papel del gladiador Máximo Décimo Meridio, con el que explotó ante la audiencia de todo el mundo.



Tras lograr su estatuilla al mejor actor (un reconocimiento quizá exagerado y que sonó a compensación tras ser ignorado por la Academia con anterioridad) parecía que, como se dice en L.A. Confidential, sólo el cielo era el límite para él en Hollywood. Su siguiente apuesta volvió a ser afrontar un personaje real, esta vez a las órdenes del niño mimado Ron Howard en un filme con tufo a premios y prestigio en sus entrañas: Una mente maravillosa.



No dudo que las intenciones de Crowe fueran buenas al contar en este proyecto la interesante historia del matemático John Nash, aquejado de esquizofrenia y finalmente ganador del Nobel. Una vez visto el resultado, el experimento parece un puro vehículo para su lucimiento en el que el actor se deja llevar por los tics dando pie a un papel más evidente y próximo al histrionismo. Quizá demasiado influido por el sensiblero y pretencioso desarrollo de la trama, su trabajo final está en las antípodas de lo logrado hasta ese momento en sus andanzas americanas.

Desde entonces, ha intentando recurrir a todo tipo de personajes para ahondar en su versatilidad con resultados dispares: de capitán de barco en Master and Commander a boxeador de nuevo con Howard en Cinderella man (donde volvió por la senda de sus trabajos más profundos); de niño mimado de Ridley Scott (con las irregulares Un buen año, American gangster, Red de mentiras y Robin Hood) a los que son, en mi opinión, sus dos proyectos más interesantes de los últimos años: El tren de las 3:10 y La sombra del poder. Ambos nos hacen creer que todavía le queda criterio para apostar por filmes sólidos que van más allá de lo comercial.

Algunos actores suelen empobrecer su carrera o tirarla por la borda a raíz de su carácter. Crowe ha pasado de no tener nada que perder y de querer comerse el mundo en sus inicios a tener una posición (bien ganada, por otro lado) y no querer jugársela. No sé hasta que punto influyen sus circunstancias personales, pero el australiano ha pasado de arrojar teléfonos móviles a la cabeza de las recepcionistas de hotel a casarse con su pareja de toda la vida, tener dos hijos y comprarse un rancho en tierras aussies.

Quizá haber llevado una vida de subidas y bajadas le haya hecho relajarse en lo personal hasta tal punto que eso se deja ver en lo profesional. No puedo entender si no su decisión de no ir más allá de los personajes de una pieza, con trasfondo bienpensante o de épica de saldo, como en ese Robin Hood absolutamente desangelado, frío, mecánico, hecho sin ninguna pasión y que no despierta ningún tipo de emoción durante casi dos horas y media. En ella asumió además tareas de producción.


Thirty odd foot of grunts era el nombre de la banda de rock liderada por Russell Crowe hasta el año 2005. Una de las canciones que el actor escribió como frontman y compositor se titulaba I want to be like Marlon Brando. Algunos periodistas le han preguntado por el significado de la misma en varias ocasiones durante su carrera, y él siempre ha negado que tuviera algo que ver con sus aspiraciones en el mundo de la interpretación.

El carisma y la presencia de Crowe para hacer de líder de grupos humanos han resultado contraproducentes a la larga. El actor dio la impresión en su día de estar hecho para interpretar a cualquier tipo de personaje, y en base a ello alcanzó la excelencia en L.A. Confidential y El dilema. Antes de despuntar en Hollywood, ya había hecho en su país de niño prodigio, de jugador de rugby gay, de fugitivo o de neonazi. Incluso tuvo un papel en The Rocky Horror Picture Show en una adaptación teatral.

Aquel día en el cine Tívoli me pareció ver a un actor brutal, no sé si un Brando en
potencia, pero sí a alguien tocado por un algo distinto. Sus registros y matices no han muerto, sólo están adormecidos. Espero que los grandes directores vuelvan a fijarse en él y explote de nuevo. ¿Para cuándo un Eastwood, o un Scorsese, o un número uno en definitiva más allá del pretencioso y venido a menos Ridley Scott o del calvorota dulzón de Ron Howard?

Me quedo con ese recuerdo de 1998 a la espera de que él, o quizá algún ávido sucesor, lance el próximo zarpazo.

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